Es posible que materias como Educación Física sean mucho más importantes de lo que pensamos y en un futuro deban contar con más peso en Bachillerato: Mens sana in corpore sano. El fútbol, como deporte rey, se circunscribe a una parcela dentro de una sociedad en la que han de primar la convivencia, la tolerancia, la solidaridad y el respeto. El odio y la violencia no pueden tener cabida en nuestra sociedad y, por tanto, no pueden ser aceptadas tampoco en el terreno de juego y en todo lo que rodea a éste. Prácticas tan extendidas y ajenas a una normal convivencia como el desprecio al diferente o a otro equipo, las faltas de respeto y todo acto que muestre falta de educación han de ser apartadas definitivamente del deporte. Por ello, conviene recordar algunas historias del fútbol de las que poder extraer valores como la justicia, el compromiso o la tolerancia.
Dado que somos conscientes de la omnipresencia del fútbol masculino, nos comprometemos, eso sí, a contar en este blog otras historias del deporte. Y es que hay que evitar que se olviden capítulos de la historia como el protagonizado por el gran Muhammad Ali, a quien le arrebataron sus títulos mundiales de boxeo por negarse a acudir a la Guerra de Vietnam. Por aquel entonces, un joven e incontestable Ali ya había alzado la voz y su puño por los derechos civiles de tantos negros que vivían subyugados en los Estados Unidos de la década de 1960, donde no resultaba difícil pasar a ser una figura incómoda para el establishment. “Pregunten todo lo quieran sobre la guerra de Vietnam, siempre tendré esta canción: No tengo problemas con los Viet Cong porque ningún Viet Cong me ha llamado nigger”, dijo en 1966. Apartado del boxeo durante años, no volvería a ganar un título mundial hasta 1974, en el ya legendario combate que tuvo lugar en el Zaire de Mobutu. Ali se había convertido en un héroe. Un icono pop retratado por los artistas de la época. Una leyenda.
Otros grandes deportistas fueron represaliados por no bailar al son de la música tocada por los más oscuros personajes de nuestra historia, como le sucedió al conocido como “Pelé ruso”. El moscovita Eduard Streltsov se convertiría en el máximo anotador de la Primera División de su país con tan sólo 17 años. Muy alejado de la sobria imagen que predominaba esos años en la URSS y con aires de estrella del rock, tanteado por equipos europeos, atractivo y lleno de éxito, comenzó a recibir presiones para que abandonara su amado Torpedo, el equipo donde militaba, y pasara a engrosar las filas del CSKA de Moscú, afín al Ejército, o del Dinamo, el equipo de la Policía. Los jefes del Partido Comunista temían otra deserción y estrecharon la vigilancia sobre el joven Stretlsov, hasta el punto de intentar emparentarlo con una líder del Partido Comunista. Cuando le sugirieron emparejarse con su hija, el joven y arrogante Streltsov se burló de la chica y quizá sin saberlo y sintiéndose intocable acababa de protagonizar su última afrenta contra el Régimen. Acusado de violación en un proceso lleno de irregularidades, sufrió un castigo de más de 5 años en un gulag soviético que le destrozaría la carrera profesional. No le dejarían volver a jugar hasta rozar los 30 años, cuando su caso fue revisado. Ya nunca sería el mismo. Pudo recuperarse a tiempo para disputar el Mundial de 1966, aquél en que casualmente Pelé acabó lesionado, pero tampoco se lo permitieron unas autoridades aún recelosas hacia quien consideraban un enemigo político. En 1970, donde un Brasil de leyenda se alzaba con el título, ya arrastraba problemas físicos. Demasiado atrás quedaba aquello que de él dijo Hanot, de L’Équipe, cuando lo consideró un demi-dieu en URSS (un semidiós en la URSS).
Seguimos hablando de Mundiales, de historia y de barbarie. Puede que no muchos recuerden que en 1990, mientras Diego Armando Maradona llevaba a los suyos a la segunda final consecutiva del campeonato, después de alcanzar el título épico en 1986, muchos en la antigua Yugoslavia ya se preparaban para la guerra y para cometer un genocidio. Un 30 de junio era eliminado el equipo balcánico nada menos que frente a Argentina, en cuartos de final y en la tanda de penaltis. Durante la siguiente semana, el viernes 6 de julio, Slobodan Milosevic y su gobierno suspendieron la autonomía de Kosovo. Croacia proclamaría su independencia en 1991, Eslovenia haría lo propio y en el avispero étnico y religioso estallaba la guerra. El odio ancestral hacia los musulmanes desde el dominio turco-otomano sería canalizado a través de venganzas como la de Srebrenica, donde unas 8.000 personas fueron asesinadas por militares serbobosnios. La vieja Europa miraba hacia otro lado y en su seno, a medio camino entre Bruselas y Atenas, se desencadenaba un baño de sangre. Ya no habría más Mundiales para aquel país casi imaginario llamado Yugoslavia. Surgirían equipos tan competitivos como Croacia y nuevos Estados como Bosnia, Eslovenia, Serbia, Montenegro o Kosovo, sin estar este último todavía hoy totalmente reconocido por la comunidad internacional (entre ellos, España).
En el actual Mundial, celebrado en Rusia, histórico aliado de Serbia, no ha gustado nada que los futbolistas suizos Xhaka y Shaqiri celebraran sus goles emulando con sus manos las águilas albanesas, recordando su origen albano-kosovar y que son descendientes de familias que tuvieron que refugiarse en Suiza huyendo de una guerra que todavía parece muy reciente. Ambos han sido multados por la FIFA. En las gradas de este Mundial de Rusia, aún se pueden oír cánticos ultranacionalistas, escuchar canciones fascistas en el vestuario croata u observar a seguidores serbios portando camisetas con retratos de criminales de guerra. Vladimir Petković, entrenador de este combinado suizo, huyó de los horrores de la guerra hace 30 años. De origen kosovar, militó en el FK Sarajevo, donde coincidió nada menos que con Radovan Karadzic, el “carnicero de Sarajevo”, entonces psicólogo del equipo. Petković es hoy el encargado de dirigir un equipo en la multiétnica selección suiza mientras aquel psicólogo con delirios ultranacionalistas cumple una condena de 40 años por genocidio. Y es que aunque tantas veces se haga énfasis en las diferencias, podemos comprobar que las personas verdaderamente inteligentes pueden ver más allá de los prejuicios y educar en tolerancia, sensibilidad, respeto y felicidad, consiguiendo que equipos como la Suiza de este Mundial representen pacíficamente lo que es y será necesariamente la Europa de hoy y del futuro. No habrán ganado el título, pero demuestran que hay esperanza. Un tiempo antes, un entrenador con ya mucho vivido y sufrido reunió a algunos de sus jugadores más destacados alrededor de una mesa. Nadie se levantó antes de haber aparcado las diferencias.
Deporte, educación, cultura e historia se hallan tan unidos que resulta imposible obviar la influencia de aquél en la sociedad actual. El deporte, seguido por millones de personas en todo el planeta de cualquier condición y origen, debería poder ser un ejemplo de integración, de competencia sana y de diversión, donde tanto victorias como derrotas tengan la importancia que merecen, sin parar un país cuando se producen las primeras ni generar una crisis debido a las segundas. A pesar de la violencia, del juego sucio, los amaños en las apuestas deportivas y todo el fango que a veces envuelve la parte más bella del deporte, se ha de educar en valores: igualdad de oportunidades, respeto, compromiso, esfuerzo, justicia, generosidad, compañerismo y muchos otros. El resto es de suponer que forma parte de lo más bajo de la condición humana, pero la razón prevalecerá lúcida sobre la fuerza. Debe pervivir aquello que una vez gritó desesperadamente un viejo y brillante profesor: “Venceréis, pero no convenceréis”. O quizás dijera, a pesar de que ya entonces no escuchamos a nuestros mayores, “tened en cuenta que vencer no es convencer”.